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Alma Delia Murillo

01/03/2014 - 12:02 am

Llevar la música por dentro

Un día sí y otro también la existencia nos llena de razones para agradecer por estar vivos, lo sé incluso yo que tengo el vicio de la negatividad. La tibieza de dos cuerpos en la misma cama, las poco frecuentes pero decisivas sincronías que de vez en cuando se cuelan al mismo punto de intersección […]

Alberto Alcocer/ @beco / b3co.com
Alberto Alcocer/ @beco / b3co.com

Un día sí y otro también la existencia nos llena de razones para agradecer por estar vivos, lo sé incluso yo que tengo el vicio de la negatividad.

La tibieza de dos cuerpos en la misma cama, las poco frecuentes pero decisivas sincronías que de vez en cuando se cuelan al mismo punto de intersección y nos hacen coincidir con aquellos a los que tanto amamos o de los que tanto aprendimos. La lista es tan larga o tan corta, tan común o tan peculiar como cada ser humano que habita este mundo.

Entre mis motivos infalibles está la música. Me gusta bailar y me gusta cantar. Y mucho.

Bendito temperamento del mestizaje al que pertenezco que si una característica afortunada tiene es que los mexicanos somos bailadores y cantarines por antonomasia.

La música, los reto a que lo experimenten y me desmientan, es capaz de transformar el ánimo de una manera tan poderosa y profunda que parece cosa de magia; según el tono de las notas y del espíritu uno puede sentir que lo tiene todo pero que no quiere nada o exactamente al revés: que no tiene nada pero que lo quiere todo.

De pronto escuchamos una pieza que nos manda quince años atrás y el pecho se inflama y dan ganas de llorar de pura felicidad venida directo del hipotálamo o de pura nostalgia inexplicable; acaba de ocurrirme escuchando “Entre dos aguas” con esa fantástica guitarra líquida de Paco de Lucía. Si no la conocen, por favor remédienlo ya.

A propósito de la tristísima noticia de su muerte me puse a escucharla y apenas sonaron los primeros acordes sentí que se me desdoblaba el alma.

Llevaba un casete de Paco de Lucía cuando me fui de casa para hacer gala de mi irrisoria madurez e independencia; tenía diecinueve años y la certeza de que todo sería fácil. A la segunda noche me di cuenta de lo equivocada que estaba, pero esa es otra historia.

El hecho es que su guitarra se convirtió en el soundtrack de aquellos días efervescentes y un recuerdo me llevó al otro y de pronto me encontré sonriendo sola (me ocurre a menudo) rememorando uno de los tantos romances fallidos que colecciono en mi álbum de estampitas de fracasos personales para hacer equilibrio a la egoteca.

Pero antes de platicarles el culebrón es necesario aclararles algo; mi acervo musical suma el de siete hermanos mayores, el de mi abuela, mi madre, mi tío Salvador (el mariachi), cinco compañeras de cuarto más mis búsquedas personales; resumiendo: un ecléctico y afortunadísimo desastre.

Al caos debemos agregar dos variables importantes: tengo memoria de elefante para las letras de las canciones, difícilmente olvido una y las reconozco casi desde la primera nota. La otra es que mis hermanos son iguales o tanto peor, basta una palabra para detonar en nosotros el infame juego de ponernos a cantar a grito pelado y bajo cualquier circunstancia la canción correspondiente: somos insoportables para cualquiera que no pertenezca al desmadre endogámico que armamos en comidas, reuniones, paseos o salas de espera.

O sea que soy un trapo musical hecho de retazos: lo mismo salto del Gypsy Jazz o las bandas de Brass Jazz al Rock que del R&B a la música para trapear. Y disfruto a los Smiths tanto como a Coco Briaval y a Peret como a Pink Floyd o a Kings of Convinience, Camilo Sesto, Chava Flores y Bob Dylan. Puedo brincar de Nina Simone a Florence and the Machine y pasar por Nancy Sinatra para rematar con Pasión Vega, Astrud Gilberto o Carmen McRae.

Por supuesto tengo mi apartado de salsa y sones cubanos, o de cantos y bailes regionales como me dijo con cierto desprecio alguna vez un entrañable alguno.

Ah cómo me gusta dar vueltas, ya voy. Pues con semejante panorama tuve a bien intentar una relación con un personaje al que no le gustaba bailar ni cantar ni escuchar otra música que no fuera la barroca. No puedo ni explicar por qué lo intenté pero lo intenté y no tengo nada en contra del barroco pero la existencia es vasta como para limitarse de ese modo. Yo digo.

Prosperaba el recién nacido idilio hasta que un sábado llegamos a comer a un restaurante libanés, apenas entramos mi compañero se puso pálido, se le descompuso el gesto y no pudo decir nada cuando tuvimos frente a nosotros a una chica que, con una cara de odio incontenible, le gritó – por lo menos me merecía una llamada ¿no?

Él tartamudeó, dijo dos o tres palabras sueltas y me miró como pidiendo auxilio. Yo no hacía nada, sólo contemplaba el espectáculo. En medio del embrollón alcancé a escuchar que ella le reclamaba que después de un año no se puede terminar una relación así y un largo y sinuoso etcétera, etcétera.

Me di la vuelta y salí del lugar caminando despacio, un poco desconcertada, todavía tratando de digerir la escena que acababa de presenciar.  Pero sucedió algo extraño: con cada paso me sentía más liberada, contenta, eufórica. Hasta que de plano solté una risita y me eché a correr.

Nada más me faltaba una sinfónica de fondo. Tomé un taxi hasta mi casa, trepé a saltos las escaleras y, como adicta en recaída, busqué Satisfaction de los Rolling Stones, subí todo el volumen para que los golpes de la batería resonaran en mi pecho y canté y bailé hasta que me dolieron las piernas y me quedé sin voz.

El ingrato pérfido mandó un par de correos electrónicos luego de darme semejante estrujada de corazón. Pero no me sentí siquiera tentada a responder; menos ahora que estaba libre de nuevo para vivir mi romance insoluto con el gozo del baile.

Cuentan que Paco de Lucía murió luego de jugar con su hijo en una playa mexicana frente al mar y que se preparaba para una reunión con músicos cubanos, que se le apagaron las percusiones del corazón. Bien visto es una muerte casi justa, es casi una composición musical.

@AlmaDeliaMC

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